09 septiembre 2016
En mi andar lírico he tenido la fortuna de tener cerca colaboradores que son músicos de alma y profesión. Me descubrí con una atracción natural al gremio desde pequeño. A mis 5 años, en una fiesta, por alguna razón sentí que mi lugar estaba con los mariachis que llegaron a amenizar. Inmediatamente fui a mi cuarto por mi guitarra de Paracho y me paré con ellos el resto de lo que duró la fiesta sin preocuparme de que en realidad aún no supiera poner mi primer acorde.De ese recuerdo lo que me llama la atención es cómo me sentí atraído a esa vibra especial que carga casi todo aquél que pasa horas invocando a la música.
Toda melodía ejecutada requiere la atención de su ejecutante a lo largo de su duración. Es algo así como una especie de malabarismo metafísico en el que logramos sostener un espíritu por unos momentos para que pueda ser percibido y, en el mejor de los casos, logre generar una transformación en quien lo presencia. La maniobra obliga al ejecutante a permanecer en presente, invocando asertivamente lo que intenta transmitir. Esta acción es en sí misma la receta para una meditación profunda: de entrada cambia de estado a aquél que la invoca, algunas veces más notables que otras. Es muy común que siga a aquellas en las que es notable un lapso de silencio con una cualidad de profundidad muy especial. Una especie de profundizar para luego salir del trance, una especie de atemporalidad que puede durar en tiempo real unos cuantos segundos, seguida por un despabile de frescura.
Todo esto define de alguna manera el gran, aunque a veces sutil, éxtasis en el que vive todo aquel que tenga a la música en su vida y que afecta en mayor proporción, a mi parecer, a quien es un medio para transmitirla o atraparla.
Por eso el músico flota por esta vida ubicado en ella pero sabiéndose de otro lado. Sabiendo que más allá de los malabares que tiene que hacer para sobrellevar la vida cotidiana sin que las consecuencias lo afecten, su pacto con la música es sagrado e intocable. Es lo que él mismo es. Lo que lo retorna al sentido inmediato.
Por supuesto que este andar no lo exenta de tener que resolver la trampa del ego. Habrá así, como en todo, músicos atorados en ese dilema. Sin embargo el ejercicio de sumarse a un combo cualquiera para sonar armónicamente o como un todo unificado, le va pidiendo al músico empezar a cuestionarse. Es claro que cuando mejor suena una banda es cuando todos sus integrantes han aprendido a difumar el ego para fundirse en la obra común. Es claro que el no aprender a hacerlo separa proyectos con potencial por todos lados.
Si el factor económico-práctico no entrara en esta fórmula de vida que llevamos, el músico daría la misma cantidad de tiempo o más a la música. Probablemente arriesgaría más o compartiría con combos menos prácticos y más divertidos. Probablemente tendría más tiempo para desarrollar su obra personal en vez de colaborar por necesidad. O en algún caso extremo, si no puede dejar a un lado los factores de la realidad cotidiana, se la pasaría tocando para no sentir el hambre. Como sea, de una u otra forma procuraría y procura nadar en esas aguas lo más que pueda.
Carlos Santana encontró que la mejor manera de explicar su relación con la música era decir que ella era su religión. Y, desde que lo escuché, reflexioné en que en realidad los momentos más sagrados que puedo recordar haber vivido no fueron los que “oficialmente” tenían la etiqueta de “sagrado”, si no aquellas entonaciones acertadas que en su júbilo improvisado lograron una palpable comunión y cambio en la atmosfera. Al Ser Interno no lo engañan: Él reconoce lo sagrado en la auténtica contentes de quien le ofrece una canción que lo estremece, en el momento en que canta con el corazón encendido o, en su transe, al intentar atrapar una melodía, y no en los actos vacíos de diversos protocolos postrados.
Esa es la causa que explica varias confusiones enredosas al tratar de volver mundano algo que al menos es un puente a lo sagrado. Al mismo tiempo explica porque el mundo material se reúsa a veces a ofrecer un pago justo al que en su opinión “pareciera que no trabaja y anda de fiesta”, y a la vez, cuando se comprende su profundidad, es el por qué la música, como las artes, adquiere de manera natural un estatus de culto.